Estoy cansada de tanto odio, de tanta violencia,
de tanto deseo de muerte, de tanta irracionalidad,
de tanto dolor, de tanta destrucción.
El país, la ciudad,
la universidad, lugares donde me muevo diariamente, son estructuras
organizativas definidas por áreas geográficas delimitadas, regidas por entes
gubernamentales de diferente jerarquía, y con leyes de convivencia y
administrativas adecuadas a cada una de esas estructuras. Para existir las tres requieren que un grupo humano haga vida en ellas.
Un grupo humano en su acepción más generalizada es un conglomerado de individuos
plurales quienes, a pesar de las diferencias que puedan existir entre ellos, se
mantienen relacionados y comunicados en pro de objetivos comunes. Están
convencidos de que si trabajan juntos podrán alcanzar sus metas con mayor
rapidez, que si lo intentaran individualmente.
Cada individuo
perteneciente a ese grupo humano expresa
violencia de forma instintiva.
La violencia puede
definirse como el instinto que en los animales se dispara cuando se necesita
cazar para comer y sobrevivir. En ellos esta conducta irremediablemente lleva a
la muerte (matar o a morir). Los seres humanos compartimos este instinto con
los animales, aunque en nosotros su objetivo principal esté caduco. El mismo está
íntimamente arraigado en nuestra naturaleza y si no aprendemos a reconocerlo y
controlarlo, actúa de forma desmedida y caótica, buscando objetivos
alternativos a los originales para los que se desarrolló, pero que le permitan
satisfacer su cualidad de instinto. En
términos generales, las formas de violencia que se expresan en nuestras sociedades son desviaciones de esa
función principal del instinto de violencia básico destructivo.
Junto con el instinto
de vida que está constantemente inventándose, creándose y recreándose, este instinto
violento y cuya expresión máxima es la muerte, constituyen las dos caras de una
misma moneda. Su mejor representación, El Eros y El Tánatos.
Ancestralmente
éramos perseguidos por fieras para quienes constituíamos su base de
alimentación. Este dilema ancestral ha desaparecido. Hoy en día, y en mayor o
menor grado, vivimos en “paz social”. En esta “paz social” existen formas de
violencia aceptadas por la sociedad, como los deportes extremos, y formas de
violencia no reconocidas, como posibles de ser aceptadas, como los suicidios,
los accidentes o las guerras declaradas o no. En muchos casos, estas últimas derivan
de la intolerancia y la no aceptación
del otro como miembro del grupo humano
al cual cada uno de nosotros pertenece.
Lo que es
definitorio es que cualquier forma de violencia es en sí misma, un acercamiento a la
muerte, la máxima agresión a la vida. Cuando en un grupo humano se desborda el instinto de violencia, se crea un
círculo vicioso que de no controlarse, implicará una escalada de violencia que
de llegar hasta consecuencias extremas, eventualmente permitirá la resolución
de la crisis de violencia generada por el desbordamiento, pero no
necesariamente resolverá la problemática que causó el desbordamiento de
violencia.
Cada día salgo a la
calle en esta querida ciudad, cada vez que deambulo por los pasillos de nuestra
Alma Mater, cada vez que me siento a revisar las líneas de los periódicos que
me hablan de lo que ocurre en otros parajes de Venezuela, tiemblo de miedo. A
la vez, siento urgencia de expresar cuan imprescindible es que cada uno de
nosotros, quienes convivimos aquí, nos
veamos a los ojos y nos reconozcamos como lo que somos, VENEZOLANOS. Es indispensable hacerlo, es fundamental revertir ese
círculo vicioso en el cual cada día estamos más
profundamente inmersos y transformarlo en un círculo virtuoso de
reconocimiento mutuo. De no hacerlo, más temprano que tarde la escalada de
violencia no tendrá retorno, será el jaque mate final, la violencia ganará la
partida a toda forma de vida dentro de nuestro grupo humano.
La consecuencia será
aun más dolor del que sentimos en nuestro grupo
humano, los venezolanos. Ya hoy en día no existe familia en Venezuela que
no haya sido tocada por esa desagradable experiencia sensorial y emocional que
es el dolor. Emoción que se produce por los actos de violencia cada día más
frecuentes y que en años recientes se han transformado en un lugar común.
Entendamos ese dolor
que hoy empaña cada hogar como una señal de alarma, pongamos atención a la
situación que causa el dolor que sentimos, aceptemos nuestras diferencias,
seamos compasivos e inclusivos con quienes nos rodean, depongamos nuestras
actitudes agresivas. Exijamos a nuestras
autoridades cumplir las leyes y mandatos que nos rigen, de forma imparcial,
para así administrar justicia y lograr nuestra convivencia y respeto mutuos.
Recordemos que para
morir solo se necesita haber sido concebido, nacer, estar y mantenerse vivo. Es
verdad que todas estas acciones también implican violencia. Pareciera entonces
que los seres vivos, los humanos entre ellos, estamos constantemente inmersos
en un juego donde los soplos de vida y de muerte juegan entre sí, hasta el
final. No necesitamos acelerarla atizando el círculo vicioso de la violencia.
Es cierto que la
violencia es una fuerza más poderosa que los instintos que fomentan la vida.
Pero con más razón, es imprescindible entonces que eduquemos nuestro instinto
violento para que nos obedezca y no que nos gobierne.
Reconstruyamos el grupo humano que hemos sido, donde el
respeto y la aceptación constituyen valores irremplazables. Es nuestro deber,
es nuestra tarea, de todos.
Alicia Ponte Sucre
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