Por la Profesora Alicia
Ponte-Sucre
Estoy en cualquier
laboratorio de bioanálisis del país, el mismo puede estas en una clínica, en un
hospital, en la universidad, ser grande, pequeño, privado, público, nuevo, de
tradición, escoja el que Ud. Quiera de este abanico de opciones.
Leo en el
vidrio que comunica a las secretarias con los pacientes que vienen a atenderse
lo siguiente: No hay PT ni PTT. Estos son exámenes que permiten
saber cómo está el tiempo de coagulación del paciente. Los mismos se requieren
como parte de los exámenes preoperatorios, imprescindibles para calcular el
riesgo de sangramiento del paciente durante la intervención quirúrgica.
Uno
pensaría, ok, mañana llegan estos reactivos.
Pero al
escuchar la conversación de cada paciente que llega -con las secretarias- me
percato de que, por ejemplo, a la pregunta de “necesito hacerme el perfil de
hormonas femeninas” la respuesta es… no
hay reactivos; o, necesito hacerme una curva de tolerancia glucosada pues
sospechan que tengo diabetes, la respuesta de nuevo es no hay reactivos; o, quiero hacerme el antígeno prostático para mi
control anual, la respuesta es no hay
reactivos, o, mi bebé de siete meses tiene diarrea y necesito hacerle un perfil
20 y un examen de heces ampliado, la respuesta de nuevo es no hay reactivos.
Así, con el
60-70 % de los exámenes considerados de rutina, olvídese de los especiales.
Una letanía
nefasta donde se entrelazan las suplicas de los pacientes al solicitar el
servicio y la réplica monótona y oscura de las encargadas de atenderlos,
quienes parecen tener en sus manos la cuerda que puede o no soltar la afilada
hojilla de una guillotina sobre la cabeza de los pacientes.
La
situación es comparable a estar al borde de un precipicio. La respuesta a la
pregunta resuena y se traduce en eco en las paredes del recinto, y en los oídos
aturdidos de cada persona que sale del laboratorio: cabizbajo, con un semblante
sombrío, desesperado, y desesperanzado por la angustia de la necesidad de un
diagnóstico.
Se lee en
cada expresión la misma pregunta…
- ¿Y ahora,
a donde puedo ir?
-¿Y dónde
ocurre esto? Se preguntará el lector. Debe ser un lugar muy remoto o que ha
sufrido recientemente una catástrofe natural.
Mas no,
es ahí, cerca de Ud. En cualquier ciudad de Venezuela. Tan terrible es la
situación de diagnóstico y medicamentos en el país, que se ha acordado declarar
una “crisis humanitaria” en el sector salud.
Pero, qué
significa crisis humanitaria. Wikipedia nos dice: Crisis humanitaria es una situación de emergencia en la que se prevén
necesidades masivas de ayuda humanitaria en un grado muy superior a lo que
podría ser habitual, y que, si no se suministran con suficiencia, eficacia y
diligencia, desemboca en una catástrofe humanitaria.
Y seguimos
leyendo: Surge por el desplazamiento de refugiados o la
necesidad de atender in situ a un número importante de víctimas de una
situación que supera las posibilidades de los servicios asistenciales locales,
bien por la magnitud del suceso, bien por la precariedad de la situación local.
- ¿Pero cómo,
en Venezuela?, pensará Ud., debe haber una equivocación, seguro. Eso es una
contradicción.
Lamentablemente
no es una equivocación, Venezuela está en crisis humanitaria, así es. Y reflexiono
entonces en el significado semántico del concepto.
En sí una
crisis es una catástrofe, un cambio crítico, muchas veces inesperado. Y
humanitaria se refiere al bien del género humano; beneficioso; o que tiene como
finalidad aliviar los efectos que causan las calamidades en las personas que
las padecen. Una contradicción lingüística. ¿Cómo entender este término? Es una
expresión paradójica, una elipsis, con un elemento implícito que sólo si lo
ubicamos podemos entender lo que significa el término.
El que en
Venezuela cerca del 70 % (o más) de los exámenes de laboratorio no se puedan
realizar porque no hay reactivos disponibles, encarna una de las imágenes de la
crisis de salud que vivimos y que precisa de ayuda humanitaria. Mas cuál sería
el elemento implícito que falta en la definición de esta crisis humanitaria de
salud que sufrimos en Venezuela para poder comprenderla.
Quizás la
conversación interna que cada paciente que termina el via crucis diario de buscar donde hacerse los exámenes tendrá
consigo mismo, podrá darnos luces. Lo imagino aturdido, no comprende lo que
ocurre, siente una disociación entre lo que escucha que él representa para
quienes rigen los destinos del país y lo que vive diariamente, su experiencia
diaria. Allí está la elipsis, en la carencia de reconocimiento que como
individuo tiene ese paciente en Venezuela, en la ausencia de respuestas que
existen a sus derechos, en la supresión sistemática de su DIGNIDAD (con
mayúsculas) con cada respuesta negativa que recibe, sus derechos son una
entelequia.
Cada vez
que uno de nosotros escucha esas nefastas palabras, no hay reactivos, se prende una señal de alarma, se implanta un
dolor que perdura, un desasosiego de impotencia que nos destruye, porque la
crisis si es de salud, pero también es moral.
Estoy
convencida de que para superar esta crisis humanitaria es fundamental que las soluciones
se basen primero que nada en el reconocimiento y la aceptación del otro (de
cada uno). Que se respeten los derechos elementales de todos que son
inalienables, entre ellos la salud. Por ello es ineludible que cada habitante
de este país nos convenzamos de que todos estamos obligados a ejercer los mecanismos y capacidades que como seres humanos
tenemos para resolver los
conflictos que en la cotidianidad del ejercicio de la vida diaria se hacen
inevitables. Entre ellos exigir a nuestras autoridades cumplir las leyes y
mandatos que nos rigen, de forma imparcial, para así lograr nuestra convivencia
y respeto mutuos.
La crisis
que vivimos tiene un cimiento fácil de resolver, si lo hacemos con la voluntad
para comprender que todos somos Venezuela y que la diversidad nos hace ricos y
que las diferencias en las visiones de vida nunca pueden estar por encima de la
necesidad de resolver los retos que tenemos como sociedad, entre ellos la salud.
Pongámonos en ello, la historia no perdona.